sábado, 15 de junio de 2024

Maria, mujer de fe, símbolo de la humanidad nueva

 



María debe ser pensada no como símbolo de mujer, sino como el símbolo de la humanidad nueva, libre de las relaciones de poder, propias de la cultura patriarcal de dominación. La humanidad nueva, cuya naturaleza y cuyas posibilidades permanecen veladas y distorsionadas en un cristianismo todavía fundamentado sobre el dualismo sexista, es la humanidad renovada, divinizada. La mujer, representada por María, aparece como el primer ser nuevo de la creación renovada por Dios, encabezando la historia escatológica inaugurada por Cristo.


María es, en cuanto mujer, arquetipo del ser humano integrado, no solo de la mujer. A la integración de lo masculino y de lo femenino en la psique humana pertenece también la vuelta al símbolo y al mito. Así María podrá y deberá ser hoy un símbolo cristiano. Propio del símbolo es ser el fragmento que revela el todo. En este fragmento de María se revela quién es Dios y quién es el ser humano delante de Dios. Y según el NT, la fe es la actitud esencial de la criatura y por ella tiene acceso a Dios. Así, pues, volvemos al dato neotestamentario de que la grandeza de María reside en su fe (véase Lc 1,45).

El Magníficat nos permite conocer la personalidad de María. Es el grito de un pueblo que sufre y vive a la espera de la intervención divina, con un brazo fuerte y en favor de los oprimidos. La mujer de Galilea que entona este cántico, se mueve en la larga tradición judía de las mujeres que cantan; desde Miriam con su pandero (Ex 15, 2-21), Débora (Jue 5, 1-31), Ana (1Sam 2, 1-10) y Judit (Jdt 16, 1-17). Son cánticos que alaban el triunfo de Dios, el triunfo de los oprimidos. Estas mujeres revelan la fe del oprimido arraigada en Dios. “El cántico del Magníficat es el espejo del alma de María” (Puebla 297), con este logra la culminación de la espiritualidad en los pobres de Yahvé y el profetismo de la antigua alianza. Anuncia el nuevo evangelio de Jesucristo, el preludio del sermón de la montaña. En él María se manifiesta vacía de sí misma poniendo toda su misericordia en la misericordia del Padre.

María tiene algo que decir en la expectativa salvífica humana: ella no es un mero apéndice en la historia de la salvación. Su contribución específica es como theotokos: la que alumbró a Dios en la fe expresa la divinización por gracia (no por naturaleza). Simboliza la misericordia y el cariño de Dios por el género humano. Olvidarla reduce la piedad y la liturgia a exigencias éticas y palabras vacías y conlleva el peligro de disminuir las expresiones de gratitud, receptividad, dependencia propios del ser humano delante de Dios. Justamente en cuanto mujer, María es símbolo de la humanidad nueva que, entre otras cosas, une racionalidad y emotividad, pues lo propio de la mujer es la capacidad de integrar las funciones del pensamiento matemático y lingüístico con la percepción intuitiva, musical, relacional y espacial.

La imagen evangélica de María puede ser liberadora de la mujer. En este sentido, la valorización cristiana y marial de la virginidad femenina tiene también su aspecto liberador: la mujer es capaz de realizarse plenamente sin dependencia del varón. Será preciso volver a la María histórica, muchacha de pueblo, pobre campesina, mujer de fe, llena de esperanza, y a la figura lucana de María, animada por la espiritualidad de los pobres de Yahvé, profetisa de la liberación en su Magnificat. La mariología posee un potencial liberador cuando se retorna a las fuentes evangélicas.

María tenía motivos para decir no al anuncio del ángel, podría haber sido considerada adultera en relación con la ley de Moisés (Ex 20, 14); (Lv 20, 10). La ley israelita no intimidó a María. Además, la propia sociedad judía machista podría haberla condicionado. Sin embargo, ella decidió aceptar las consecuencias de su sí dado a Dios. Enfrentando todos los riesgos, incluso el de no ser aceptada por su esposo y de acabar como una prostituta o asesinada por adulterio.

María recorrió nuestro camino de fe. También ella fue buscando, entre sobras, el verdadero rostro de Jesús. María, como mujer que vive y escucha la palabra de Dios, enseña que ante la ausencia de la presencia concreta de Jesús, es posible cumplir con la voluntad del Señor escuchando y vivenciando la palabra: bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan (Lc 11, 27-28). En el evangelio de Lucas la fe que marca al discípulo genuino consiste en escuchar la palabra de Dios y actuar de acuerdo con ella. Según el NT, éste es el dato decisivo en el seguimiento de Jesús, que establece una nueva relación de parentesco, no basado en la carne o en la sangre (véase Mc 3,35), sino en la fe, en hacer la voluntad del Padre, en oír la Palabra y ponerla en práctica. La mariología neotestamentaria más desarrollada -la de Lucas- nos presenta primeramente a María como mujer de fe.

María es la perfecta discípula: la que oye la Palabra de Dios y la pone por obra, incorporando la Palabra a la propia vida. Así, la grandeza de la maternidad de María no está en el hecho físico de procrear y dar a luz al Hijo de Dios, sino en que lo hace en la fe. La categoría del discipulado acentúa la dimensión personal de María evitando que sea reducida a mera maternidad y también que la maternidad virginal se convierta en modelo inaccesible. Ser discípulo es algo que todos los cristianos pueden y deben ser.

María es la expresión concreta de la opción de Dios por los pobres, el sacramento del amor preferencial de Dios por los pobres. Para madre de su hijo, Dios escoge una mujer del pueblo, de una aldea miserable en la desprestigiada Galilea. Dios actúa en María desde la periferia.


Leonardo R. Moreno

Mendoza, 2024


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